Viajar es fatal para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de miras como nos decía Mark Twain.
Cuando pica el virus del viaje, es difícil encontrar un antídoto sobre todo por que no quieres ni empezar a buscarlo. Entra por tus venas y arterias y te conviertes en un enfermo crónico, en un adicto, esperando siempre el próximo viaje.
Los viajes son una fuente única de conocimiento, experiencias y una gran manera de conocernos a nosotros mismos.
Durante la preparación del viaje se reactiva el virus y empezamos a generar ilusión, interés, búsqueda, conversaciones, reorganización… son muchas neuronas que ponemos en funcionamiento y todavía no hemos salido…
Todos sabemos que no es lo mismo viajar solo que apuntarse a un viaje organizado con un grupo numeroso. Aún y así en todos los casos se activan nuestros recursos para activar la paciencia, la tolerancia, el saber renunciar en algunos momentos si vamos en grupo, para esquivar el temor de otros si viajamos solos y sobre todo para sentir.
Sentir la emoción de un paisaje, el olor de un mercado, el sabor de una sopa, una brisa de un desierto, el ronroneo del mar, una puesta de sol, la soledad de la habitación por la noche, el hacer cola para el desayuno… los matices son infinitos y nuestras neuronas están a tope. La sorpresa. Dejarse llevar.
Hay tantas formas de viajar como personas, encontrar la que más te gratifica es vital y no tiene por que ser la más predecible.
La gente que suele viajar sola lo disfruta y lo añora.
Los viajes con parejas, con amigas, con la familia, viajes de “singles”, de “seniors”, con niños, viajes en grupo, viajes en pequeños grupos con desconocidos, viajes temáticos para caminar, fotográficos, gastronómicos…
El mundo está allí y nos ofrece un sinfín de aventuras, texturas y sabores.
Eso sí, para que al final estemos encantados de volver a casa y exultantes de alegría por como y donde nos ha tocado vivir.
Aquí en el día a día tenemos el gran viaje de nuestra vida.
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